Lagartos tendidos al sol, inmóviles, rojos, cristalinos, inertes sobre el granito que se funde en las primeras horas del crepúsculo.
Nauseabundos bebedores de bourbon, empapados en los orines de décadas, caminan de un lado a otro buscando a quien vomitar sus historias de éxitos y corrupciones.
Papagayos multicolores que insidian, inventan y organizan festines de miseria y misericordia con canapés de L’Oreal y alcohol del caro.
Aparece la serpiente vestida de caniche arrastrando su vientre por el suelo de mármol y se ofrece como puta en los altares consagrados por el hombre de blanco.
Las últimas nubes gritan porque no pueden llover más sangre, más ranas o más azufre, sólo les queda plomo y lloran repartiendo cáncer entre los elegidos.
Bailan los banqueros, los inversores. Aquellos que han sido escupidos por el monstruo resbalan en su saliva sin dejar de sonreír a los negros mientras estos se afanan con fregonas y cubos en recoger las vísceras derramadas.
El hombre sin nada se lamenta, pero nadie le escucha, se arrastra y exige, pero todos lo ignoran, apela a los antiguos dioses, pero estos se han vendido por cuatro rayas de cocaína y un despacho en la torre sexta, en la planta veintitrés.
JcS
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