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domingo, 17 de enero de 2016

El chico del que enamorarse en un museo










Luca es italiano. Guapo, inteligente, apenas lo conozco. Está de paso y un amigo común ha pensado que sería buena idea conocernos. A Luca le gusta el arte. Después de una  hora del primer saludo me ha preguntado si podíamos ir juntos al Museo Reina Sofía. Ha leído un artículo sobre una exposición de Hamilton y le gustaría verla, pero siempre y cuando sea gratis. Hoy es domingo y la entrada es gratuita, aunque yo creo que pagaría si hiciese falta, pero no por Hamilton, en este momento no tengo ni idea de quién es Hamilton.

-También quiero conocer el nuevo edificio de Jean Nouvel.

-A mí me gusta, pero apenas hay cuadros allí.

-Ok, lo visitamos y luego vemos los cuadros, quiero volver a ver el Guernica.

-Está en la planta segunda, allí es donde está la exposición permanente. Arriba están las temporales.

-Ok, pero primero quiero ver el edificio nuevo.

-¿Te gusta Nouvel?

-En realidad no sé bien qué es lo que ha hecho.

-Ah, el pene grande de Barcelona, ese de colores.

-Ah, sí, en Londres hay otra torre así.

-Sí, esa de Foster, les dio por hacer penes gigantes a todos.


Intentamos llegar a la terraza del nuevo edificio. Y digo que lo intentamos porque en un momento de absoluto absurdo el ascensor, tras presionar el botón de cuarto piso, se empeña en ir al segundo. Una pareja nos dice que es imposible llegar a donde queremos, que tendremos que conformarnos con las vistas del tercero al que se llega por una escalera, los accesos al cuarto están cerrados. Trato de consolar a Luca diciendo que la vista desde abajo es incluso mejor. En realidad creo que es así es. Nouvel no ha construido un edificio, ha cubierto una plaza.

No me  gusta  demasiado el Reina Sofía, no es que me moleste el arte contemporáneo, por supuesto que no, pero me he educado en colegios religiosos donde el barroco y el renacimiento, lo inundaban todo y eso causa estragos, acaba uno con la imaginería castellana como norma. Siento cierta animadversión a cualquier arte que no sea figurativo, necesito ver rostros o paisajes definidos. Lo siento, pero jamás alabaré un cuadro de Joan Miró o Jackson Pollock. Picasso es otra cosa. A Dalí sencillamente no le aguanto por argumentos fuera de lo artístico. Esta falsa modestia mía no casa con la exaltación de egos camuflada de chifladura.

Luca lleva una mochila, pero la sostiene como si fuese un bolso. Ese cuerpo musculado, no en exceso, y su rostro varonil cubierto de una barba rubia, adquieren, sin embargo, cierta feminidad en su deambular de un cuadro a otro. Llevo una hora mirándolo, para mí hoy es el verdadero objeto de exposición. Es uno de esos hombres perfectos, esos a los que me limito a observar, porque cierta perfección se me antoja intocable.

Me apetece fumar y me imagino lo que sucedería si encendiese un cigarrillo en ese mismo momento delante de “El gran masturbador” de Dalí. Sería apresado por los guardas de seguridad  y yo gritaría aquello de “soy un ciudadano que paga sus impuestos, no me pueden tratar así. Los museos son el colmo de la incoherencia, recogen la provocación de multitud de autores, pero todo ello en un equilibrio y en una rectitud insoportable.También me gustaría poder besar a Luca en este mismo instante, porque en este mismo instante  lo quiero, mañana ya no, puede que en dos horas ya no. 

El Guernica congrega una treintena de personas delante.

-¡Qué maravilla lo de la mujer con el hijo muerto, ahí sí que se expresa todo el dolor y el desgarro de una guerra!-me comenta sin mirarme apenas.

-Sí, es verdad.

Creo que delante de los cuadros no deberíamos hablar y expresar opiniones similares a las que, casi seguro, millones de personas han formulado antes. Si quisiera expresar lo que siento en este momento delante del cuadro lo que debería hacer es gritar, berrear y lanzarme al suelo entre convulsiones y montar el espectáculo, una mezcla entre catarsis y síndrome de Stendhal. Debería controlar mi vehemencia, me invande hasta en los pensamientos. Una vez leí que en el museo actual sobraban las cafeterías y las tiendas de regalos. Yo creo que en los museos sobra todo, los museos deberían arder como arengaban los dadaístas, porque son la muerte del arte. Un cuadro tras otro, una escultura tras otra, sin su contexto original. Si vas a una iglesia, a un palacio, el cuadro ocupa el lugar para el que fue creado, la mayoría de las veces, incluso en una galería de un palacio los cuadros se colocan fruto del azar, del tiempo y del capricho de sus dueños. En un museo todo está pensado para la observación poco emotiva y racional hasta el extremo. La mejor obra colocada en un museo es la Victoria de Samotracia en el Louvre, en una escalera, algo que te obliga a caminar y a levantar la cabeza para verla, es el puro movimiento de la escultura lo que compartimos.

-Estos carteles de la Guerra Civil son geniales.

-Sí, aunque esos son los de Franco.

-¿Qué es un flecha?

-Un flecha es como el equivalente de las juventudes hitlerianas de los falangistas españoles.

-Ah, sí, en Italia estaban la Gioventù Italiana del Littorio y la Opera Nazionale Balilla.  Organizaban campamentos de veranos y cosas así.

-Ya, aquí creo que también, es muy social el fascismo. Yo me sé una canción infantil sobre flechas y campamentos y, ahora que lo pienso, no tengo ni idea de por qué yo aprendí eso.

Otra cosa que no me gusta del Reina Sofía es esa estructura suya que te hace salir cada dos por tres al pasillo para ir enlazando salas. En un momento estoy absolutamente despistado y no sé si veníamos de la derecha o de la izquierda y hacia dónde debemos continuar. Él se da cuenta de mi despiste y me sonríe sin decir nada. Es quizás el único momento en el que los gestos no están medidos. Hasta ahora, manteníamos el teatro propio de dos desconocidos que intentan fingir  una normalidad que no es cierta porque en realidad no sabes nada del otro.

-Es hacia ese lado.- y mientras pronuncio estas palabras aprovecho para recomponerme por dentro, para seguir adoptando el rol de guía turístico. Para que a esa sonrisa no responda con otra que sea la perdición.

Apenas nos queda tiempo, porque el museo cierra a las siete, y nos vamos ventilando las salas a una velocidad imposible que no me permite ver ni los títulos de los cuadros.

Subimos a la tercera planta, a la exposición de Hamilton, pero no sé si estamos siguiendo el itinerario marcado, apenas vemos dos salas con cuadros que representan cosas parecidas a unos trilobites.

-Deben ir abandonando la exposición señores, vamos a cerrar.

Bajamos a la planta baja, pero no queremos salir por la entrada principal, queremos salir por la del edificio nuevo. Dos guardas de seguridad al fondo me hacen pensar que será imposible. Pero no, muy amablemente  nos dicen que sí, que podemos ir por allí. Llegamos al patio y veo que Luca se siente impresionado por la magnitud de la cubierta. Se acerca a la escultura  que preside el patio central.

-¿Es de Roy Linchestein?

-Sí, sí, lo es.

-Es genial, hazme una foto.

Y mientras yo me arrodillo para lograr un contrapicado estupendo que incluya parte del techo, él hace toda clase de posturas como si aquello fuese una sesión de fotos en toda regla.

-Ok, ya, mira a ver si te gustan.

-Sí, sí, están geniales.

Al salir nos giramos  para ver el edificio desde fuera y es cuando veo anunciada la exposición de Hamilton con la única obra de él que reconozco, una especie de collage con un hombre musculoso medio desnudo con una raqueta en la mano, y una mujer desnuda sentada en un sofá, con un raro sombrero que recuerda a la pantalla de una lámpara de pie.

-Ahora ya sé quién es Hamilton, este cuadro lo conozco, lo he visto en libros.

-Me he enamorado.

-¿Cómo?

-Ese chico- me dice señalando hacia el paso de cebra.-Creo que es el que estaba en uno de los mostradores de la entrada. Bueno en realidad me he enamorado dos veces, había un chico con su novia, yo he mirado y la chica me ha mirado con cara de “es mío”.

-Ah, vaya. ¿Has visto los que te decía del techo? Es increíble, y con ese color rojo.-
Y me giro para evitar que sea perceptible mi cara disgusto tras la decepción amorosa. Esta vez sólo ha tardado tres horas en llegar.

-¿Y ahora dónde vamos?- me pregunta.


-Hemos quedado en Sol, siempre se queda en Sol.

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